: : Vida de perros

El otro día venía atrasado a la oficina. Nunca llego tarde así que no me preocupé demasiado. Llamé para avisar y listo. No había porque sentirse mal ni nada por el estilo. No es cosa del otro mundo, claro que en verdad odio llegar tarde. Me desagrada mucho para ser honesto. No lo soporto. En alguna parte de mi cabeza está guardado que llegar tarde es una muestra de poco respeto. Cada vez que uno llega tarde a algún lado hay alguien que se quedó esperando. Triste. El asunto es que iba tarde a la oficina pero estaba tranquilo ya que había avisado. Claro que no tan tranquilo, ya que de todas maneras no quería llegar DEMASIADO tarde. Por suerte cuando me bajé del tren noté que venía el bus que me deja justo al frente del edificio en donde trabajo. No lo pensé dos veces y troté para alcanzarlo. Si no tomaba ese bus me tocaba tomar el trolley, lo malo es que me deja a dos cuadras del edificio. Demasiado. Una locura. No había donde perderse. A trotar se ha dicho. Por suerte alcancé a subir y la puerta se cerró a mi espalda. Una exhalación, entre cansancio y satisfacción salió de mí. Me senté y partimos.

A poco de partir, el bus realizó su primera parada. Bajó una señora. No subió nadie. Seguimos. Luz roja. Paramos. El bus iba lleno de mal humorados ciudadanos. La gran mayoría muy complicados por que el transporte anterior no había pasado. Horror. El bus pasa cada media hora, o sea que iban atrasados por lo menos una hora a donde quiera que fueran. Terrible. Partimos y en la segunda parada comenzó el espectáculo. Subió una señora vestida como guardia de seguridad. Como no era Halloween, asumo que es lo que era. Después, un tipo gordo, bajo y medio calvo comenzó a subir un montón de cajas y paquetes. Hasta ahí todo bien, el problema fue que no iba solo y el chofer lo detuvo de inmediato. “¿Dónde va con ese perro?” preguntó. No sólo no respondió sino que siguió adelante con el abordaje de su amigo canino. El tipo no entendió ya que la pregunta iba en inglés. Entonces el conductor repitió la pregunta y cuando se dio cuenta de que no estaba siendo entendido pidió ayuda a los pasajeros que, a esa altura, comenzaban a murmurar por la demora. Dos o tres amables pasajeros saltaron a traducir lo cual tampoco ayudaba mucho, sin embargo el caballero contestó que el can era su acompañante. En el bus venía un empleado de la compañía de transporte que estaba supervisando la travesía. Se acercó para enterarse de lo que pasaba y rápidamente dijo que el animal no podía subir a menos que fuera un perro lazarillo. “¿Su perro es de ayuda?” preguntó el supervisor, mientras el chofer ya mostraba claros indicios de mal humor. Las traductoras, que a esa altura sumaban al menos cuatro, le hicieron saber al pasajero lo que se le preguntaba, a lo que respondió que su mascota lo ayudaba mucho, cuidando su casa.

Ya habíamos perdido unos cinco minutos en este ir y venir de preguntas y respuestas, entonces una señora, rellenita ella, molesta con el sistema de transporte público y con todo el mundo en general, comenzó a atacar verbalmente a medio mundo en inglés, defendiendo los derechos del perro a subir, arguyendo además que el asunto no era problema de nadie. Nos trató a todos mal diciendo que el perro era mejor que muchos de quienes íbamos en el transporte público. No discutiré ese punto, ya que, en algunos casos puede haber tenido razón. Quien soy yo para negarlo. El punto es que la gordita alegó y alegó hasta que puso los nervios de otra señora de punta y le empezó a debatir airadamente sus dichos. Por otro lado, otra afable dama le traducía a quienes no estaban entendiendo las elocuciones de la desventurada gordita. Como era de esperarse, quienes se sintieron golpeados con las sentencias de la desdichada obesa comenzaron a alegar de inmediato. La imagen era sobrecogedora. Volviendo al perro, el supervisor preguntó al prospecto de pasajero si tenía los papeles de su mascota, los cuales después de la traducción de rigor comenzó a buscar en su billetera. Luego de mirar en ella por unos segundo pregunto que de qué papeles le estaban hablando. Una maravilla. A esa altura llevábamos unos siete minutos detenidos y los murmullos eran gritos. “Déjenlo subir”, “Sigamos”, “Hasta cuando”, “Voy atrasado”, etc. Al final el perro subió y se sentó tranquilito. Claro que no pagó su pasaje. Movió la cola. Era un perro mestizo. Un quiltro flaco. Un chucho. Simpático, pero sin pedigrí alguno. Finalmente partimos. Se reanudó el viaje. Nos pusimos en marcha. El problema es que ahora no había como callar a la señora rolliza que había dejado en claro que no era una persona simpática y fácil de tratar, y a quien como si fuera poco, todos le caíamos mal. ¿Será esto a lo que se refieren cuando dicen “vida de perros”?