Agarré mi bolso y
partí de visita al campo. Me baje del metro y salí de la estación. No tenía la
menor idea de donde estaba, sin embargo iba contento, y no negaré que también
un poco nervioso. Caminé unos pocos pasos y llegué donde estaban estacionados
los buses rurales. Mi periplo aún no terminaba. Como es la tendencia moderna de
las estaciones, en unas pantallas grandotas estaban anunciadas las salidas y
los andenes. Me sentí internacional. De mundo.
A la misma hora
en que abordaba el bus, un montón de personas, hombres, mujeres y niños subían
de vuelta a sus hogares. No son pocos quienes han escapado de la ciudad para
los suburbios campestres. No los puedo criticar. Es una decisión que toma un
montón de agallas.
La ciudad para mi
es algo que me atrae demasiado. Soy citadino de tomo y lomo, sin embargo, esta escapada al campo me hizo replantearme un
montón de cosas. La ciudad ya no es lo mismo que era antes. La ciudad se ha
vuelto inhóspita. La ciudad se ha convertido en una bestia devoradora de
sueños.
No se puede vivir
sin sueños. Ellos son como el aire, como el agua. Necesarios. Imprescindibles. Los
sueños son ese motorcito que nos mueve y nos motiva. Que nos levanta. Que nos
ilusiona. Además, los sueños son de las pocas cosas que van quedando que no se
venden en las aceras de la Alameda. No tienen precio, son únicos y personales.
A veces los
sueños se hacen colectivos. A veces son compartidos. A veces, son tan poderosos
que crecen en los demás y se irradian como el calor de una estufa.
Al final llegué
donde iba sin inconvenientes. Disfruté del viaje. Soñé en mi asiento todo el viaje. Soñé en
silencio. Como ya dije, soñar no cuesta nada, y hoy, sueño contigo. Te sueño
a ti.
1 comentario:
Los sueños nos hacen ser quienes somos
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