El balcón del 21

 Chiquill@s querid@s, hace algunos años, tuve la suerte de vivir en un departamento en el piso 21, literalmente, el lugar más alto en que he vivido. Cómo les explico la vista maravillosa que teníamos por la noche. La ciudad iluminada en plenitud, y uno podía disfrutar esa transición de noche activa, esa donde todo brilla, a la ciudad durmiente. Poco a poco se iban apagando los letreros de neón, las luces se iban desvaneciendo, y solo quedábamos en pie disfrutando esta postal los pocos desordenados afortunados.

Una bonita vista hace tremenda diferencia. Por eso me gustan los lugares elevados, donde la vista es cautivante e inspiradora. Esta visión panorámica nos cambia la perspectiva de las cosas. A veces estamos en plano, no somos capaces de ver más allá. No comprendemos la extensión de las cosas. Creemos que entendemos algo, pero en verdad estamos ciegos ante la inmensidad del universo y sus realidades.

A tod@s nos ha pasado eso en un momento u otro. Creemos con una seguridad casi absoluta que lo que tenemos al frente es todo lo que hay, cuando en verdad, no es así. Con el tiempo uno va dejando esa arrogancia juvenil, y aceptamos, desde nuestra pequeñez, que en verdad no sabemos nada y que cada día nos trae nuevas enseñanzas, nuevas experiencias, nuevas oportunidades, nuevos sueños. Al final, eso es lo importante, no dejar nunca de soñar y creer que hay más. Puede sonar infantil, pero mientras los sueños están vivos, activos, presentes, es cuando en verdad estamos viviendo.

Bueno, y para los que se preguntan por el puto árbol en mi cabeza, ahí, en ese balcón, entre cigarros, piscolas, cervezas y gines con tónica se plantó esa semillita de las que les hablé, ¿se acuerdan? No me di cuenta cómo sucedió. Pasó no más. Fue. Ella salía de su trabajo y se iba a compartir con nosotros en ese ambiente bohemio y desquiciado. Ella ponía la nota de cordura, de sensatez. Su pelo crespo, tomado, sus ojos achinados y su permanente sonrisa llenaban todos los espacios. Una efigie preciosa, sacada de alguna imagen renacentista pintada por uno de los grandes maestros. Una obra de arte, llena de gracia, sencillez y delicadeza.

Por supuesto, en ese momento, a pesar de que traté de hacer las cosas bien, la espanté. Se asustó y salió corriendo. Desapareció.

El árbol que creció en mi cabeza

 Cabr@s querid@s, hace tiempo que no me sentaba a escribir. No necesariamente porque no tuviera nada que decir, pero, principalmente, debido a una aplastante apatía que se había subido a mi espalda. Había hecho nido sobre mi espíritu, y lo había encerrado en un cuartito pequeño, mohoso, poco iluminado, frio en invierno y sofocante en verano. Pero felizmente ya pasó. Se acabó. Me la saqué de encima y estoy de vuelta. Contento, motivado y soñador, como siempre, pero peor.

En este tiempo de silencio, aunque no lo crean, he seguido presente, solo que callado. Meditabundo. Abstraído. Perdido en mi propia tontera. Y como suele suceder, querámoslo o no, la vida me siguió pasando y la seguí viviendo. Como siempre saludando a todo el mundo en la calle, observando sus reacciones e imaginando que pasaría por sus cabezas. Soy un observador de lo cotidiano. No meto mi cuchara en los problemas de los demás a menos que me inviten, y, en general, hace tiempo que nadie me invitaba. Lo cual me parece perfecto, ya que para qué calentarse la cabeza con problemas ajenos, cuando uno tiene un saco de problemas propios en un rincón.

Bueno, pasada esa pequeña nota del editor, les contaré una nueva historia, claro que la cosa partió hace algún tiempo. Como algunos recordarán, hace como veintidós años regresé a esta ciudad por un lapso, una de mis tantas etapas. Como podrán imaginar, pasó de todo. El desorden, los sentidos alterados, el caos y la anarquía gozando en plenitud. En ese entonces, en medio de este desbarajuste vital que les mencionaba, y sin que nadie se diera cuenta, me incluyo en ese despiste absoluto, sucedió algo que no esperaba que pasara. Una semilla se sembró en mi cabeza, y un arbolito comenzó a crecer calladito, bien piola, sin que nadie lo regara, simplemente creció. Sus raíces se afianzaron en mi interior. Pero durante mucho tiempo, este árbol no dio fruto alguno. Crecía no más, y entre tanta maleza que uno va juntando en la cabeza, se fue alzando majestuoso.

Con eso los dejaré por ahora, tómenlo como una introducción y no me jodan, que ya vienen nuevos escritos, ya que esta historia recién comienza, y a modo spoiler, les contaré que el árbol en cuestión dio frutos. Deliciosos, dulces, jugosos. Un regalo inesperado. La vida nos juega esas pasadas entretenidas e insospechadas, y nos regala segundas oportunidades. No siempre estamos preparados para tomarlas, pero a veces, bajo especiales circunstancias, si lo estamos. Pa´lante no más Jotita, así me diría el mijo, dele no más con todo y sin miedos, mire que ya no estamos en edad de andar con pendejerías. Un abrazo a tod@s, y feliz 2023.