: : El gato

Cabros, el otro día venia caminando por una calle, tranquila y de grandes y frondosos árboles (plátanos orientales por supuesto), cuando a la distancia, saliendo de una hermosa casa con enrejado de madera salió un gato. Por supuesto, como en toda buena historia que se precie de tal, el gato no era uno cualquiera.

El gatuno era flaco(a), de pelo corto y cola larga. Era negro, como una boca de lobo diría mi mamá. Negro como la noche oscura. Negro como las intenciones de la mayoría de los miembros del Senado. Negro, como el alma y la sotana de algunos curas (no todos, odio las generalizaciones).

El asunto es que el escuálido felino en cuestión, no encontró nada mejor que cruzar la calle. Fue como si a sabiendas de las supersticiones y la mala publicidad buscara darme un susto. Quería hacerme una mala broma. Quería agregarle el toque justo de mala suerte o algo parecido a mí vida. Cruzó. Lo hizo lentamente. No tenía ningún apuro.

Cuando llegó al otro lado de la calle, el lado por donde transitaba, subió la vereda con paso seguro. Determinado. Serio. Siguió su camino por una larga entrada de autos con una calma abismante. Yo, seguía caminando, pensando en que era inevitable que se cruzara por delante de mí. Pensé escapar. Quise cruzar al otro lado. Quise devolverme por donde había venido. No me juzguen, pónganse en mi lugar. ¿Más mala suerte? No gracias. Pero no lo hice. Seguí de frente y al encuentro. El gato tampoco se detuvo.

Aaaaahhhhhh… el gato no apuraba el paso. Parece que era medio sádico. Disfrutaba el momento. Tal vez estaba acostumbrado a este tipo de maldades.

Cabros, hasta aquí, en mí aterrador cuento parece que no habrá final feliz, sin embargo, y aunque no me lo crean, la historia tuvo el más extraño giro. El felino paró. Si. El gato negro se detuvo. Justo, o mejor dicho, casi casi al frente mío. Frenó. Se estancó. Tenía un par de tremendos ojos verdes. Me miró. Acto seguido, se dio la vuelta y regresó por donde había venido.

Cómo encontré lo rarísimo, esa misma noche le conté el cuento a mi hijo. Me escuchó atentamente. Me miraba con sus bellos ojos bien abiertos como asombrado, incrédulo. Cuando terminé, vino un silencio. Entonces, mi niño precioso me miró y me dijo, “quizás asustaste al gato, y le diste pena, por eso no quiso darte más mala suerte”. A lo que agregó, “deberías ir y comprar un loto”.


No hay comentarios.: