: : Cuando nos sobrepasa el entorno

Me bajé del avión cansado después de un largo e incómodo vuelo. Caminé por los largos y aburridos pasillos hacia inmigración. Hice la fila como corresponde a todo buen ciudadano. Presenté todos mis papeles y partí a buscar mis maletas. Con todo esto de la seguridad en los aeropuertos me hicieron llevar las maletas para ser revisadas. Al lado había un muchacho de pelo largo y apariencia de surfista. El guardia lo hizo desarmar todo su equipaje. El muchacho quedó en calzoncillos. Lleno de vergüenza y visiblemente complicado tomó todas sus cosas y las movió hacia un lado para poder vestirse nuevamente y armar su maleta. Yo observaba callado. Que podía hacer. No había nada que decir. Mi maleta también sufrió del acoso del oficial y me tocó cerrarla en completo desorden ya que mi vuelo de enlace avisaba por los altoparlantes que partiría sin mí. Corrí para poder dejar las maletas en el mesón de conexiones y de ahí seguí corriendo para abordar mi avión. Apenas alcancé a subir. Mi asiento fue el último. Apenas se podía inclinar. Hasta ahí todo bien. Al menos no me había quedado botado en Houston.

En todo caso no me hubiese molestado quedarme botado en esa ciudad. La encuentro hermosa. Ordenadita. Moderna. Muy republicana, pero que le vamos a hacer. Nada es cien por ciento perfecto. Hay ciudades que son especiales. Mágicas. Que tienen ese que se yo. En su momento me gustó mucho Portland. Viví ahí varios años. Con mi hermano compartíamos una cabañita al lado del lago Sebago. Una belleza. Ideal. Desde la casa a la ciudad había que manejar unos treinta minutos. Cero problema, ya que creo que nunca me topé con un trancón o algo por el estilo. La vida por allá arriba es diferente. Mucho más tranquila que acá. Después pasé muchos años en Nueva York. Una maravilla de metrópoli. Impresionante y sobrecogedora. Es una mole de cemento y acero llena de personalidad.

Tuve la suerte de crecer en una ciudad hermosa como lo es Santiago de Chile. No me puedo quejar. Eran otros tiempos. Había muchos menos vehículos contaminando que ahora. La cordillera era particularmente hermosa en invierno. Toda nevada. Se veía imponente. Por ahí guardo fotos con esa cordillera nevada a mis espaldas. Una belleza. Ahora cada vez que la visito me sorprendo de lo moderna que está. Una ciudad imponente. Pero no es la única. El otro día conversando con una colega argentina me mencionó que su karma había sido crecer en Buenos Aires. Sin duda una tremenda ciudad. Llena de cultura y arte. Una belleza. La Manhattan de Sudamérica. Ciudad de México es otro monstruo de capital. Gigante. Imponente. Majestuosa. Llena de personalidad. Las ciudades marcan a sus habitantes. Somos de una u otra manera lo que ellas son. Nos vamos mimetizando con ellas. Haciéndonos uno.

Hay urbes frenéticas que mantienen a quienes las habitan en un hilo de estrés permanente. Las empresas que están emplazadas en ellas lo demuestran. Se les parecen. Son una. Se potencian. Se imitan. Es increíble pero cierto. Mientras más grande la ciudad, más grande será el estrés de estar en ella. Sin embargo hay capitales que se niegan a crecer. No quieren madurar. Quieren ser siempre juveniles y desordenadas. Metrópolis con el síndrome de Peter Pan. Que se hacen y se rehacen con tal de que no se les noten las canas. En algunos casos, estas ciudades no tienen canas que esconder. Nunca las han tenido. No son más que pequeñas barriadas con edificios altos. Esa es la mentalidad que las mantiene. De pueblo. No quieren madurar. Copian a las grandes en las cosas que sienten que las hacen verse respetables. Sin embargo se caen en los detalles. Muchas empresas imitan el modelo. Son iguales. Son como uno. Esas ciudades me espantan. Me hacen querer salir corriendo de ellas. Alejarme lo más posible. Pero no siempre se puede. A veces sin querer uno se va dejando estar. Se ve sobrepasado por todo lo que le rodea. Se va haciendo uno con su entorno. Se vuelve conformista. Se estanca. Se deja ser.

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