: : Hace tres semanas pedí una cita

Hace tres semanas pedí una cita. Estaba todo ocupado. No había espacio para nadie. Tocaba esperar. Por suerte tres semanas pasan rápido. Más rápido de lo que uno imagina. Ayer fue la cita. La hora era a las once. Pensé ingenuamente que si entraba a las once a las doce ya estaría desocupado. Que ingenuo. No sé en qué mundo vivo a veces. Cuando llegué había mucha gente esperando. Más de lo que podría haber imaginado. Recién estaban atendiendo a los que habían sido citados a las nueve. No había nada que hacer. Mi sueño de salir a las doce se había esfumado. Había quedado en nada.

Nunca he entendido bien eso de las citas. ¿De qué sirven? No lo sé. Nunca funcionan. A uno nunca lo atienden a la hora que lo citaron. Claro que como toda regla hay excepciones. Una vez me atendieron a la hora. No había nadie esperando afuera. Llegué a la hora y me atendieron de inmediato. Uno en un millón. La burocracia es la que manda querámoslo o no. Esa es la regla. Uno podría pensar que en los Estados Unidos no es así. Error. Acá también la hay. Mucha. Especialmente en las oficinas gubernamentales. Igual que en otras partes de Latinoamérica la regla se repite. A uno lo atienden cuando y como quieren.

Las únicas veces que no tenía que esperar era cuando iba a la sicoterapia. Ahí las horas funcionaban como reloj. Esas sesiones eran entretenidas. Lo pasaba bien. Creo que las terapias ayudan mucho. Tengo un montón de conocidos que las necesitan. Que se deberían hacer ver. Sólo para salir de dudas. Como para estar seguros de que no terminarán haciéndole daño a nadie.

Conozco un caso patético. Una persona que cree que todos están mal menos ella. Increíble caso producto de una mala infancia. De esos sobran. Lo peor es que personas que tienen mala infancia se encargan de darle lo mismo a sus hijos. Triste. Hay cosas que en verdad sólo las puede solucionar un profesional. Es la única manera de poder hacer borrón y cuenta nueva. Ideal sería si estas personas aproblemadas escucharan consejos. Pero no. Sólo oyen lo que quieren escuchar. Se cierran a todo lo demás. Se sienten atacados por todo y por todos. Estoy seguro de que todos conocemos un caso así. Es triste. Es poco lo que se puede hacer por ellos si no se quieren ayudar. Si no aceptan que tienen problemas. Es parecido a lo que sucede con los alcohólicos. No empieza la mejoría hasta que no aceptan la realidad del problema. Esta persona debería pedir una cita. No cualquier cita. Una con un buen profesional.

Santo no soy y creo que nunca lo he sido. Pero debo reconocer que cuando le hice caso a mi señora de ir al sicólogo muchas cosas cambiaron. Al menos en mi casa, El mundo siguió igual. Pero en mi casa la cosa cambió. Mejoró de una manera impresionante. El principal inconveniente que teníamos era yo. El problema estaba en mí. Pedí mi cita y religiosamente fui a las terapias. No todo lo que descubrí fue agradable. Muchas cosas dolorosas había ahí dentro de mi cabecita, y por lo mismo las había reprimido. Enfrentarse con uno mismo no es fácil. Pero debo reconocer que es lo mejor. Mi matrimonio ya lleva nueve años y no lo cambiaría por nada.

Por otra parte, las terapias de grupo sí que no las entiendo para nada. Meterse ahí con un montón de gente a conversar los problemas me complica. Primero no es fácil que me suelte a hablar de mis cosas, segundo me distraigo con facilidad y mi mente empieza a dibujar en las paredes. Me voy. Me termino perdiendo y al final nunca entiendo bien de que se está hablando. Desde chiquitito he tenido ese problema. Claro que cuando logro concentrarme en algo no hay quien me saque de ahí. Excepto yo mismo. Queda claro que ese tipo de terapias no son para mí. Especialmente esas que se ven en televisión donde todos empiezan a darse de almohadazos. No me queda claro de que pueda servir eso excepto para ablandar las almohadas. Nunca pediría una cita para una de esas terapias de grupo, especialmente si hay almohadas involucradas. No hay manera. Esas terapias no son para mí. En definitiva, tampoco me gustan las citas a ciegas.

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